Murui Buue / Centro Arenal - Loreto
“Ahora todos en la comunidad vivimos orgullosos de nuestra cultura y tradiciones. Vamos a hacer todo lo posible para seguir en este camino y contagiar a más hermanos. Esta será la mejor forma de protegernos y proteger nuestro conocimiento”,
“Cuando inicié esto solo había una persona que hablaba nuestra lengua, ni yo la sabía. Ahora somos 30 que hablamos murui buue. Eso me da mucha esperanza. Nuestra cultura es importante porque es nuestra”,
De tan solo decir su nombre, se le encrespan los pelos. Su mirada se pierde en el horizonte, como si el ayahuasca la estuviera trasladando 100 años atrás, cuando este señor de sombrero de copa y barba en forma de candado, se convirtió en el ser más despiadado que ha llegado a las profundidades de este bosque.
“El daño que ha hecho en los Pueblos Indígenas fue muy grande. Hasta ahora sentimos el daño que nos hizo Arana, el cauchero de la Amazonía peruana. A las tribus como a los murui, los bora, los cogían de esclavos. Los amarraban y agarraban a palos, o les disparaban como chanchos. A las mujeres les cortaban los senos delante de sus maridos, y a los varones les cortaban los penes delante de sus mujeres”, cuenta con crudeza Zoila Ochoa, descendiente murui, que vive en la selva de Loreto, que colinda con Brasil.
Cuando ella dice Arana, se refiere a Julio César Arana, un comerciante de Rioja que llegó a inicios de siglo pasado a esta parte del Perú para convertirse en uno de los personajes más recordados en el llamado “Boom del caucho” (1879-1912), donde se calcula que fueron asesinados más de 100 mil Indígenas en toda la Amazonía.
Ella no es testigo de nada de lo que cuenta, pero lo padece como si hubiera enfrentado esta injusta fiebre. Es más, en su casa poco o nada se habló de esos años. Su padre quiso cortar toda herencia de su pasado. Y ella recién comprende parte de esa indiferencia. Ahora entiende que lo que él sentía era un genuino miedo.
“Quedé huérfana a los 7 años, y mi padre se encargó de mí y de mis hermanos. Nunca nos enseñó su lengua ni las tradiciones. Ahora entiendo que lo hacía para protegernos, que no nos discriminaran por nuestra lengua y que no nos maltrataran por el lugar de donde vinimos”, temores heredados de un pasado cruel, relata una arrebatada Zoila. Una mujer, que desde el año 2000, como una reivindicación ancestral, vive trabajando para que su cultura no se quede en el olvido.
“Cuando inicié esto solo había una persona que hablaba nuestra lengua, ni yo la sabía. Ahora somos 30 que hablamos murui buue. Eso me da mucha esperanza. Nuestra cultura es importante porque es nuestra”, levanta un poco la voz esta mujer que busca contagiar su optimismo a todo su pueblo.
Por ello, su trabajo se enfoca en la niñez. Ha creado un colegio en su comunidad y no solo les enseña su lengua y tradiciones, sino también empodera a las niñas para afrontar un mundo desigual moldeado para hombres.
A fines del siglo XIX se inició la explotación del caucho para la producción de neumáticos, guantes, tubos, e infinidad de cosas muy necesarias para la época. Era repelente al agua y era un gran aislador de la temperatura y la electricidad. Manaos y Belém en Brasil, e Iquitos en Perú, fueron las principales ciudades que se beneficiaron con esta enfermedad incontrolable.
Julio César Arana, la persona a la que se refiere Zoila, fue un empresario que no le importó nada con tal de llenar sus bolsillos. Antes de convertirse en lo que se le recuerda, era un comerciante de sombreros que llegó al río Putumayo para vender sus productos. Al tiempo se dio cuenta que la demanda de caucho iba en aumento. Se convirtió en acopiador de este material y lo vendía a las casas exportadoras. Luego se asoció con otros comerciantes colombianos, adquirieron terrenos, crearon empresas en Inglaterra para facilitar la exportación, y fueron apropiándose de todo lo que se moviera en el bosque.
Arana se volvió la ley en una abandonada zona del Perú que no era vigilada por nadie, pero que estaba repleta de variedades de plantas y árboles de los que se podía extraer mucho caucho. Se asentó en Iquitos, la capital del departamento de Loreto, que gracias al caucho, actualmente es la urbe más importante en la Amazonía peruana. Mansiones estilo portugués y español, adornadas con finos azulejos y llenas de muebles traídos de Europa, hasta una casa diseñada por el ingeniero Gustave Eiffel (el mismo de la torre en París), son la muestra del imperio que se formó a costa de miles de vidas humanas.
Cuando todo parecía a favor de Arana, un robo salvó a los Indígenas. El mundo dejó de demandar el caucho amazónico. Sir Henry Wickham, por encargo de Gran Bretaña, tomó semillas de estas especies y las llevó a las colonias británicas en el sudeste asiático. Era más económico para ellos tener extensas plantaciones de monocultivo, era más sencillo y podían obtener mayores volúmenes de producción que en los bosques naturales de la Amazonía. Esto trajo el fin de esta fiebre, y también de los negocios de Arana.
Después de hablar largo con Zoila sobre las terribles historias de esa época, se queda mirando al horizonte. “Me da rabia de cómo han violentado a mi pueblo. Primero fue el caucho y ahora son los invasores que no nos dejan en paz”, nos dice una motivada Zoila, que ha enfocado todos sus esfuerzos en defender su cultura, empoderar a mujeres, niños y jóvenes, para que no los vuelvan a vulnerar.
“Ahora todos en la comunidad vivimos orgullosos de nuestra cultura y tradiciones. Vamos a hacer todo lo posible para seguir en este camino y contagiar a más hermanos. Esta será la mejor forma de protegernos y proteger nuestro conocimiento”, sentencia esta lideresa.
“Todo lo que nos ha pasado antes y lo que nos pasa ahora, me inspira a seguir. La lucha no ha quedado atrás, sigue. Me siento una semilla que luego de haber estado años debajo de la tierra, empecé a crecer para transmitir y tener muchas más plantas alrededor, y todas juntas haremos que respeten nuestra cultura”, finaliza.
La lengua murui pertenece a la familia huitoto, y es comúnmente hablada en la Amazonía norte de Perú, que colinda con Ecuador y Colombia, en los alrededores de las cuencas de los ríos Putumayo, Napo y Amazonas. Existen algunas variaciones de este idioma, como nipode, minika, mika y buue. Esta última, también conocida como murui-buue es hablada por Zoila y la Comunidad Nativa Centro Arenal, creada en 1975.
Mientras Zoila y sus hijos trabajan en el bosque, buscan un momento para hablar de su cultura, sus cantos y la relación ancestral que mantienen con las plantas medicinales.
Zoila Ochoa y Arthur Cruz
Awajún
Shimpiyacu - San Martín
“Antes las mujeres esperábamos, ahora salimos en busca de nuestros sueños”.
Nelyda lidera la asociación de artesanas Nugkui, que reúne a 40 mujeres awajún. Esta iniciativa se basa en el principio de ayuda mutua y busca mejorar las condiciones de vida de las mujeres y adolescentes.
Los que recién conocen a Nelyda Entsakua, no pueden creer que hasta hace unos pocos años, no le gustaba hablar (y menos en español). Era sumisa y tranquila. Nació en la Comunidad Nativa awajún de San Rafael, un lugar apacible como su mirada, a unas horas de Moyobamba en San Martín.
Vivía con sus padres y siempre hizo su vida en comunidad, apoyando en su casa, en la chacra. Se casó y cuando su hijo mayor tenía un año, decidió con su esposo mudarse a la Comunidad Nativa de Shimpiyacu, donde él nació, con la promesa de tener más tierra para hacer sus chacras y cultivar sus plantas. Sin imaginárselo ni proponérselo, esto le daría un giro radical a su vida.
Ahí tuvo otros tres hijos, a quienes les dedica todo su tiempo. Como casi toda mujer awajún es la encargada del hogar, de la crianza de los animales, de la chacra. Mientras que los hombres, que suelen tomar las decisiones del hogar, se encargan de cazar, pescar, fabricar herramientas y construir las casas. Shimpiyacu está alejada de todo, tiene vías de acceso muy complicadas, lo que hace muy complejas sus comunicaciones. Eso ha hecho que sigan manteniendo muchas de sus costumbres y tradiciones.
Desde que se mudó a Shimpiyacu, Nelyda hizo una gran relación con Lucila, su suegra. Se volvió una madre, la persona clave en su vida. Es la responsable de la persona que conocemos actualmente: una mujer que no se queda callada, que es capaz de levantarse en una asamblea y enfrentar a los hombres, que organiza a las mujeres para vender artesanías, que sale fuera de su comunidad para aprender, pero que no deja de ser madre y darlo todo por su familia.
“A las mujeres les digo que boten ese miedo que tienen adentro en su corazón. Si lo siguen guardando, nunca van a lograr sus sueños”, nos cuenta Nelyda, que lidera la asociación Nugkui, que reúne a 40 mujeres awajún. Esta iniciativa se basa en el principio de ayuda mutua y busca mejorar las condiciones de vida de las mujeres y adolescentes. Las capacita en finanzas, turismo sostenible, comercio, gestión y producción agrícola y artesanías.
En su día a día empoderando a las mujeres awajún, Nelyda siempre recuerda la voz de Lucila que le decía que podía hacer todo lo que se propusiera. Y a pesar de no haber terminado el colegio, debido a que sus padres no lo vieron necesario, se ha convertido en una persona que contagia con su energía y ejemplo.
“Es importante que como awajún aprendamos nuestras costumbres y también sepamos adaptarnos a estos nuevos tiempos”, dice esta lideresa que se ha propuesto “demostrar que el pueblo awajún sí existe”.
En Shimpiyacu y alrededores, todos la conocen. A través de la asociación Nugkui, lidera un proyecto de restauración de semillas nativas que sirven para la creación de artesanías. Lo que hacía en su día a día con su suegra, se volvió un emprendimiento de toda la comunidad. Sin embargo, no todo fue fácil. Tuvo que luchar contra el fuerte machismo que existe en el mundo awajún.
Los esposos se resistían a la idea que las mujeres participen. No querían que tengan sus propios ingresos. Por ello, Nelyda se dedicó a convencer no solo a las mujeres, sino también a los hombres de la comunidad y romper con esa antigua forma de pensar. “Si no hacemos algo, vamos a terminar olvidando nuestras costumbres. Tenemos que mantener nuestras vestimentas, nuestra comida, nuestro idioma”, les decía. Y una forma de lograrlo es a través de las artesanías.
“Poco a poco los hombres fueron entendiendo. Y las mujeres también, que no debemos esperar que el hombre traiga todo”, reconoce Nelyda, que logró que la comunidad les cediera un terreno para cultivar algunas de las especies de semillas que usan en sus artesanías, y construir una maloca que les sirve como espacio de reunión.
En la Asociación Nugkui utilizan 24 semillas, entre ellas el huayruro, chuloque, achira y otras especies más que solo sabe nombrar en awajún, como el tupi que le brinda un perfume natural a sus trabajos. “Todo esto lo hemos aprendido de nuestras abuelas. Hacemos collares, pulseras, aretes, pecheras. Sembramos nuestras plantas, pero también las recolectamos en el bosque”, cuenta la lideresa, que está logrando que hombres y mujeres awajún enfrenten la vida adaptándose a los cambios de una manera positiva.
“Siempre hay que estar detrás de las socias para que escuchen, ya que se cohíben. Aquí hay mucho machismo y maltrato, y esa es una de nuestras principales luchas. Yo les digo: tenemos derecho. Tenemos que defendernos entre mujeres”, cuenta algo preocupada Nelyda, cuando se entera de maltratos a las mujeres de su comunidad. En la actualidad, su liderazgo traspasó las fronteras de su comunidad. La invitan a otros espacios donde motiva a las mujeres Indígenas a ser lideresas en sus casas y comunidades, a emprender sus propios negocios y así buscar el desarrollo de sus pueblos.
Ella sabe que, para cambiar esta situación, tiene que ir a la raíz, como las plantas que cultiva. Por ello, no solamente empodera a las mujeres y se enfrenta al machismo de su pueblo, sino también promueve talleres en el colegio de la comunidad.
“En la hora de educación física les enseñamos artesanías. Todos hacen, desde chiquitos. Hombres y mujeres, hacen canastas, pulseras, flechas, escobas. Esto hace que se promueva no solo nuestras costumbres, sino también el respeto por las demás personas”, cuenta su estrategia Nelyda.
Ella misma reconoce que las artesanías están logrando un cambio en su comunidad, no solo en las mujeres, sino también en los hombres y en las futuras generaciones: “antes las mujeres esperábamos, ahora salimos en busca de nuestros sueños”.
Shimpiyacu es una comunidad nativa awajún que se encuentra en la márgen izquierda del río Mayo. Los awajún son el segundo pueblo originario más numeroso del país, detrás de los asháninka. Shimpiyacu cuenta con una extensión de más de 15 mil hectáreas y se calcula que viven aquí unas 800 personas.
Para los awajún Nugkui era una madre sabia, una mujer llamativa que sabía cultivar y cuidar la chacra. Nelyda y Lucila, nuera y suegra, repasan su amistad y admiración mientras tejen artesanías juntas.
Nelyda Entsakua y Lucila Pijuch
Yanesha
Ñagazú - Pasco
“Me considero una mujer resiliente porque he aprendido a adaptarme a muchos cambios y eso me ha formado. Estoy en el camino de dotarme de herramientas para en un futuro decir que yo soy una mujer lideresa”
“Quiero contagiar a más mujeres Indígenas que también pueden cambiar su destino, estudiando, soñando, siempre sintiendo orgullo de nuestras raíces y apoyando a nuestro pueblo”
Tú representas todos los valores que quiero perseguir en esta vida. Ser mujer, Indígena y pobre no es fácil, y mucho menos lo fue para ti. El otro día que me contabas tu historia, tu niñez en el bosque y cómo así terminaste en Oxapampa. No paré de llorar. Por ese empuje que siempre le has puesto y ese optimismo capaz de cruzar montañas, nadar ríos, y enfrentarte a lo desconocido como hiciste desde muy joven. Eres una mujer imparable, notable.
Te escapaste de tu casa cuando tenías un poco más de 15 años. Con el sueño de estudiar. Primero dejaste tu comunidad en Iscozacín, a tu familia y a tus otras cinco hermanas porque querías un futuro distinto al que mis abuelos planeaban para ti. Me sorprende pensar que, si te quedabas, lo más probable es que te hubieran intercambiado por terrenos o unas vacas, o entregado a un hombre mayor para ser su esposa. Te fuiste a Oxapampa, donde conociste gente buena que te ayudó para estudiar en el colegio. Tenías edad para estar acabándolo, pero recién cursabas la primaria. Trabajaste con ellos en su casa, pensando que así saldrías adelante. Mi abuelo se enteró dónde estabas y fue por ti. Y nuevamente te escabulliste. Esta vez, te fuiste a Lima, pensando que ahí se te abrirían las puertas. Te pasaron muchas cosas y apenas pudiste terminar la primaria. Pero tu determinación fue más fuerte que cualquier dificultad.
Luego volviste a Oxapampa, conociste a mi papá y nos tuviste a las tres. Trabajaban muy duro para darnos la educación que siempre quisiste para ti. Y nos inculcaste siempre ser fuertes y nunca bajar la cabeza ante nadie. Tú siempre luchaste por tus derechos y nunca te quedaste callada. No puedo dejar de decirte que te quiero y admiro con todo mi corazón.
Y como si la vida no hubiera sido suficientemente dura para ti, mi papá falleció. Te quedaste sola con tres hijas pequeñas. ¿Pero acaso te caíste? Todo lo contrario, le metiste más fuerza a la vida. No tenías ni domingos. Trabajabas todos los días del año limpiando casas para tener algo de dinero y darnos lo que tú nunca pudiste tener.
Ahora míranos a las tres. Somos agrónomas, profesionales, con muchas ganas de vivir y darlo todo por ti. Hasta ahora recuerdo esos días cuando te detectaron el cáncer. Las cuatro nos mantuvimos unidas y juntas lo superamos. Lo hiciste mamá, una vez más, lo hiciste. Venciste. ¿Cómo no dártelo todo? ¿Cómo no emocionarme
al escuchar tu historia de madre coraje? ¿Cómo no sentirme orgullosa de ser hija de una luchadora? A veces pienso que esos momentos de crisis son necesarios para poder surgir, pero la vida ha sido muy dura contigo y no quiero que vuelvas a sufrir.
Siempre me repites que valió la pena el sacrificio. Y nos das mucho amor, ese que tal vez te faltó de mi abuelo, que nunca te abrazó. Sabemos que estás orgullosa de nosotras y que tenemos que ir siempre hacia adelante. Así como tú hiciste, mamá. Desafiaste tu destino. Gracias a tu ejemplo, he ido construyendo mi propio camino.
Desde pequeñas nos trasmitiste nuestra costumbre Yanesha. Siempre tengo presente cuando visitábamos a la abuela en la chacra y compartíamos con ella. También las canciones Yanesha, especialmente la de los loros felices porque se venía la lluvia. Creo que por eso me gusta tanto la lluvia y entrar al bosque cuando todo está mojado. Siempre le doy gracias a nuestro dios Yanesha Yompor Yompiri, por haberte tenido como madre y también por la oportunidad de apoyar a nuestro pueblo.
De chica nos molestaban en el colegio y en la universidad, nos discriminaban por ser Indígenas. Y a veces nos avergonzábamos de nuestras raíces. Pero eso se terminó. Ahora quiero contagiar a más mujeres Indígenas que también pueden cambiar su destino, estudiando, soñando, siempre sintiendo orgullo de nuestras raíces y apoyando a nuestro pueblo.
En la universidad y luego trabajando en FECONAYA, me di cuenta que ser mujer Indígena me daba un valor agregado. Podría articular y lograr un diálogo de saberes entre ambos mundos, integrando la cosmovisión Indígena en todos mis proyectos. Pero aquí también me costó ganarme el respeto de mis paisanos. Si antes me discriminaban por ser indígena, luego empecé a sentirlo por ser mujer. Sentí rechazo, me subestimaban. Pero no me dejé, tu ejemplo me ayudaba a seguir. Y poco a poco me gané el respeto de todas las personas.
Ahora mi principal lucha es dejar un legado a otras mujeres Yanesha. Quiero contagiarles tu fuerza, tu convicción, tu coraje. Quiero que sepan que podemos combatir la violencia de género y que no nos merecemos seguir relegadas ni discriminadas. Si no queremos algo, podemos decir que no, y tenemos las mismas capacidades que los hombres. Por eso estamos haciendo varios proyectos, para revalorar nuestras costumbres y tradiciones, para proteger el bosque, y finalmente todas puedan tener dinero para sacar su familia adelante. Así como tú lo hiciste.
Mamá Emilia, muchas gracias por contagiarme un poco de tu fuerza. Solo te puedo decir que lo logramos, logramos tener una mejor vida juntas, todo gracias a ti. Y eso que todavía nos falta mucho por vivir.
Los yanesha son un pueblo originario de la familia lingüística arawak. Viven principalmente en la selva central de Perú, en los departamentos de Huánuco, Pasco y Junín. A pesar de que se calcula que en Perú existen alrededor de 5 mil Indígenas que se reconocen como parte de esta etnia, otros estudios afirman que solo alrededor de 1500 hablan la lengua, cifras que muestran la fragilidad y peligro en el que vive esta cultura.
Un grupo de mujeres conversan sobre sus raíces. Cecilia, reflexiona sobre su rol como hija, madrey líder yanesha.
Cecilia Martínez, Emilia Filomena Mesias, María Cristina Ocas, Jessica Bautista y Rachell Aliaga
Matsigenka
Koribeni - Cusco
“Quiero saber siempre de dónde vengo, cuáles son mis raíces”
“Cuando el Matsigenka empieza a ver la destrucción de alguna parte de su territorio empieza a cantar”
Cuando Gabriela Loaiza Seri era niña, su padre y su abuela paterna no dejaban que ella y sus hermanas se relacionen con las demás personas de la comunidad. Jugaban solas en el bosque, mientras se imaginaban historias que iban llenando sus mundos de fantasía. Ninguna de ellas tenía que ver con los mitos y leyendas del pueblo matsigenka, sino con los dibujos animados que veían en televisión.
Por eso no aprendió la lengua ni sus historias. Sin embargo, desde hace algunos años sintió la necesidad de conectar con las raíces que habían sido muy resistidas en su hogar. Ahora la actual jefa de la Comunidad Nativa de San José de Koribeni, quiere que las nuevas generaciones no pasen por lo mismo que ella y empiecen a conectarse con su pasado. El primer paso: reivindicar su historia. “Todo lo que se sabe de Koribeni y los matsigenkas es la visión de los que llegaron, no la nuestra”, dice Gabriela que a pesar de su juventud ha sido jefa de la comunidad en dos ocasiones.
La gran parte de la historia conocida de los matsigenkas es la versión de la iglesia católica. Los primeros relatos provienen del siglo XVI, cuando se les denominaba Antis, por ocupar los bosques de la zona oriental nombrada por los incas como Antisuyo. Luego se les ha llamado de distintas maneras: shimpéñari puréñari, chionchopahari, chochoite, maniariegui, manaris, y apataris. Pero, según cuentan las crónicas, decidieron ser nombrados como matsigenkas, que significa “gente” en su lengua nativa.
Están expandidos en las orillas de los ríos Pillcopata, Urubamba, Tono, Piñi-Piñi, Sinkibenia o Pantiacolla y Condeja, Manu y las cabeceras del Cumerjali. Actualmente no se tienen datos certeros del número de su población, ya que muchos de ellos siguen viviendo como semi nómades.
Cuentan los relatos, que en el siglo XVII, una fuerte corriente evangelizadora ingresó a estos bosques. Con biblia en mano, les prometían la vida eterna a cambio de cruces, ropa o herramientas. Primero estuvieron los Jesuitas y luego los Franciscanos, pero tuvieron mucha resistencia de los matsigenkas, que no querían dejar sus costumbres ni cambiar su forma de ver el mundo.
Sin embargo, debido al boom del caucho, donde se esclavizaron y asesinaron a muchos Indígenas a finales del siglo XIX y comienzos del XX, este pueblo recibió el apoyo de los dominicos cuando los brotes de malaria y paludismo mermaron a su población. Según estas versiones, Manuero Seri, el tatarabuelo de Gabriela, se acercó a pedir ayuda al por entonces padre José Pío Aza, que luego en 1918 fundó el puesto misional de Koribeni y alrededor de él, las familias Indígenas se fueron asentando.
Los inicios estuvieron cargados de desconfianza. Así como hubo familias que no dudaron en acercarse a la iglesia, otras se mantenían alejadas. Cuenta Gabriela, que atrajeron a las personas con proyecciones de películas, que terminaron de convencer a los más desconfiados.
Así la misión fue creciendo y construyendo caminos, iglesia, colegios, convirtiendo a San José de Koribeni en la comunidad nativa más desarrollada en el Alto Urubamba.
Sin embargo, esta es la versión que encontramos en documentos y crónicas escritas por la iglesia católica y sus distintas órdenes. Es por eso, que luego de muchas conversaciones con los ancianos de la comunidad, Gabriela empezó a hacerse algunas preguntas: ¿conociendo el carácter reservado de los matsigenkas es posible que mi tatarabuelo haya decidido buscar ayuda con los misioneros? ¿Cómo realmente fue ese proceso? ¿Qué pensaban los matsigenkas de los misioneros?
Desde hace un tiempo, Gabriela ha empezado a recopilar información sobre la historia y cosmovisión matsigenka. Visita a los antiguos y documenta sus conversaciones. “El único libro que se ha escrito sobre nosotros es una versión de los dominicos. Nosotros tenemos que escribir nuestra propia historia”, dice la lideresa, haciendo referencia a la publicación “Misión San José de Koribeni: 100 años”, publicado en 2018.
En el libro del que habla Gabriela, se relata que Manuero Seri fue a buscar al padre José Pío Aza. Ella duda de ello porque ni siquiera estaban acostumbrados a vivir en comunidad: “los matsigenkas no son de buscar a los demás, al contrario, solo esperan alejados y viven tranquilos”.
Otro hecho relatado en esta publicación es la forma de relacionarse en los inicios. “Lo que me han contado es que antes solo trabajaban para los misioneros en sus chacras, y los matsigenkas recibían algo de comida a cambio. Pero todo era para la iglesia. Y así con la comida fueron acercándose”, cuenta Gabriela, sin embargo, todavía no tiene muchas cosas claras.
Este reto de recopilar la información no viene siendo sencillo y más aún cuando todo se encuentra en el ámbito de la oralidad que ha ido pasando de generación en generación. Según la cosmovisión matsigenka, antes de ser humanos, todos fueron animales del bosque. Y luego de la muerte, volverían a ser animales otra vez. Sin embargo, eso no coincide con los relatos de la creación que le han contado los actuales ancianos de Koribeni. Estos se asemejan a los compartidos por la religión cristiana y es posible que sean adaptaciones de ambos mundos.
Según lo que ha ido documentando Gabriela, el bosque fue creado por el dios Tasorinchi, una especie de viento que los protege y que fue formando todo lo que se conoce en tan solo 7 días. Durante el último, removió las arenas de un gran soplido para crear al matsigenka. Lo hizo un ser feliz que sabía convivir con el bosque y con las demás especies que vivían en él.
Por miles de años, vivieron en paz y abundancia. Nunca necesitaron pensar en el mañana. Una tranquilidad que duró hasta hace unos cientos de años.
“Cuentan los ancianos que cuando llegaron los españoles, los matsigenkas fueron escapando y para protegerse crearon el pongo de Mainique, donde vive el demonio de 7 cabezas”, explica Gabriela. Este pongo es un angosto paso en el río Urubamba, de 3 kilómetros de largo y 45 metros de ancho, con caídas y torrentosas corrientes que complican su navegación.
“Ahí ha muerto mucha gente. Por eso los matsigenkas cuidan y respetan mucho este lugar. Si no se cuida, saldrá el demonio y exterminará a los matsigenkas, propagando enfermedades mortales”, resalta Gabriela que además añade que “la visión matsigenka y este tipo de relatos no se conocen, ni se han documentado, por eso yo quiero mostrar la historia desde la mirada de nuestra cultura, y mostrar qué pensaban los matsigenkas, no los padres de la iglesia”.
Este sueño reivindicativo va de la mano con una serie de proyectos que está promoviendo Gabriela en su comunidad. Como talleres de artesanías o el desarrollo del turismo, con los que está generando que los mayores de la comunidad compartan sus conocimientos y tradiciones con los niños y jóvenes, para así todos juntos escribir la nueva historia de Koribeni.
San José de Koribeni es la comunidad nativa matsigenka más grande del país con 175 familias. Koribeni viene de la unión de “kori” (oro en quechua) y “beni” (río en matsigenka). A lo largo de los últimos 100 años, la misión dominica ha estado muy presente aquí. Instaló posta, colegios, y fue equipando a la comunidad. Inclusive, tienen un internado para jóvenes de pocos recursos que provienen de las comunidades de alrededor.
Gabriela visita a su amiga y mentora Susana. Conversan sobre su cultura, los tiempos pasados en Koribeni y la conexión de los matsigenkas con la naturaleza.
Gabriela Loaiza y Susana Binari
Shipibo-Konibo / Asentamiento Humano Los Lirios - Ucayali
“Desde siempre hemos sido las administradoras de nuestros pueblos, pero siempre hemos estado silenciadas. Ha llegado el momento de mostrarnos más activamente. Ya no estamos atrás, estamos adelante”
“No me gustaba hablar, yo quería estar en mi casa. Pero sentí que tenía que hacerlo. Pase lo que pase, siempre me repito que tengo que ser fuerte”
Sentada en la puerta de su maloca, la pequeña Judith y sus hermanas veían llegar a su papá en su canoa junto a los primeros rayos de luz de la mañana. Con pescados hasta en los bolsillos, en baldes y en toda su embarcación, empezaba a repartirlos a toda la comunidad de San Rafael en Ucayali. A todos sin excepción, casi como una rutina religiosa. “Esas épocas eran de mucha abundancia”, recuerda con preocupación Judith Nunta Guimaraes, lideresa shipibo-konibo, responsable del Programa Mujer Indígena de la Organización Regional Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana AIDESEP - Ucayali (ORAU).
Pero poco a poco las cosas fueron cambiando. No solo se pescaba menos y se encontraban pocos animales para comer, sino que la vida de Judith se llenó rápidamente de responsabilidades. Con un poco más de 14 años, salió embarazada y tuvo que dejar el colegio para dedicarse a su nueva familia. Su vida transcurría por el mismo camino que la gran parte de las mujeres Indígenas. Administrando su hogar, protegiendo a sus hijos, cultivando su chacra. “Era lo que me gustaba, no me veía haciendo otra cosa”, recuerda esos días en los que su vida empezaba a dar otro giro. Este inclusive, más inesperado.
Judith tiene 41 años. Está casada y tiene cuatro hijos. Dejó San Rafael hace muchos años, y ahora vive en el Asentamiento Humano Valle los Lirios, también en Ucayali, pero más cerca de la ciudad de Pucallpa y lejos de sus tradiciones. “Me preocupa que mis hijos no conocen nuestras costumbres. No saben nada de los bosques, ni para qué sirven las plantas. Y mucho menos han visto la cantidad de pescado que comíamos antes, directo del río. Ahora todo es chiquitito y solo lo conocen en los mercados”, comenta con desazón.
Esa preocupación la sacó de su rutina diaria. Empezó a notar que su cultura se estaba viendo afectada. Desde cosas tan simples, como dejar de usar sus vestimentas tradicionales, sus cantos, las canoas y los remos, como los que usaba su padre para darles de comer. Antes de salir de San Rafael, se volvió la secretaria de la comunidad, y luego fue elegida en el reto más grande que ha tenido hasta el momento: ingresar a la Organización Regional Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana AIDESEP - Ucayali (ORAU). Esta institución representa 13 bases federativas, 15 Pueblos Indígenas y tiene 13 programas para fortalecer a la población. Uno de estos programas se llama Programa Mujer Indígena. Desde ahí, Judith empezó una lucha que la ha llevado a lugares que nunca imaginó.
“No me gustaba hablar, yo quería estar en mi casa. Pero sentí que tenía que hacerlo. Pase lo que pase, siempre me repito que tengo que ser fuerte”, cuenta esta lideresa que no le tiene miedo a caminar en el bosque durante días, viajar en bote por ríos que parecen infinitos, y dormir en donde sea, con el único objetivo de motivar a más mujeres y romper esta estructura machista en la que viven los pueblos amazónicos.
“Me gusta hacer las actividades, estar con las mujeres. Todas vienen con diferentes experiencias. Me gusta compartir”, recalca esta incansable mujer que ha ayudado a ORAU a lograr distintos objetivos con las mujeres Indígenas.
El Programa Mujer Indígena se creó para promover la participación de las mujeres amazónicas en el desarrollo y defensa de su territorio, teniendo en cuenta que las lideresas son claves para el desarrollo local, regional y nacional, donde se promueva la equidad de género en todos sus niveles. “Desde siempre hemos sido las administradoras de nuestros pueblos, pero siempre hemos estado silenciadas. Ha llegado el momento de mostrarnos más activamente. Ya no estamos atrás, estamos adelante”, dice Judith, que nos cuenta que este programa tiene siete ejes fundamentales: territorio; acciones climáticas y biodiversidad; economía Indígena y soberanía alimentaria; participación activa y efectiva en la toma de decisiones; violencia contra las mujeres, niñas y niños Indígenas; educación; y salud intercultural.
Esto último le parece clave: la salud. “No podemos dejar abandonados a nuestros hermanos indígenas”, recuerda Nunta Guimaraes que durante los años de pandemia por Covid-19 no dejó de visitar ni de asistir a las mujeres y niños de las comunidades que representa ORAU.
Junto a decenas de mujeres Indígenas se preocuparon por la salud de “sus hermanos”, como los llama Judith. “Estuvimos pendientes de todos los enfermos, todos los días. Recurrimos a las plantas medicinales para sanarnos y protegernos”, cuenta esta lideresa que se apena al recordar esos días, “han fallecido muchos de nuestros familiares, fue doloroso”.
Sin embargo, la unión que mostraron las mujeres durante ese tiempo, y lo avanzado desde la creación del Programa Mujer Indígena, llena de orgullo a esta lideresa. Además de cuidarse mutuamente, crearon la mesa de mujer Indígena donde todas tienen voz para debatir sus problemas y necesidades; implementaron la escuela de formación de mujeres y jóvenes Indígenas de la Amazonía peruana; formaron la Comisión Nacional de crisis climática y mujer indígena; y han empoderado a decenas de mujeres en diferentes comunidades amazónicas.
Del mismo modo, sus logros y esfuerzo han trascendido fronteras. No solo las de Ucayali, sino también del Perú. Junto a este programa trabajan proyectos con las comunidades Indígenas que viven en la frontera de Perú (Yurúa) y Brasil (Juruá). En alianza con la organización Indígena Asháninka de Brasil, la Associação Ashaninka do Rio Amônia - Apiwtxa, trabajan para empoderar a las mujeres y motivarlas a ser parte de los procesos de toma de decisión en sus comunidades.
Así también, en 2022 asistió al primer encuentro del Programa de Mujeres Indígenas de la Amazonía en Quito, Ecuador, donde pudo conocer a más de una veintena de lideresas de siete países de la Amazonía: Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Surinam y Perú. Ahí presentó los proyectos socio ambientales realizados con el Programa Mujer de ORAU y aprovechó para inspirarse con el ejemplo de las otras mujeres.
“Fue una experiencia muy gratificante compartir con todas ellas y conocer proyectos tan innovadores para la protección de nuestras culturas y bosques”, cuenta Judith, que además recalca que “todavía hay mucho por hacer. A donde tenga que ir, iré. No solo por las mujeres, sino por el futuro de las siguientes generaciones”.
La Organización Regional Aidesep Ucayali (ORAU) es una oficina descentralizada de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), el organismo que representa a Indígenas de la Amazonía de Perú. ORAU, con oficina central en Pucallpa, vela por los intereses de quince pueblos de los departamentos de Huánuco, Ucayali y Loreto. Su objetivo es reivindicar la integridad territorial de los Pueblos Indígenas, fortalecer el autogobierno y desarrollar la economía Indígena de las comunidades que representa.
Judith y Cecilia, dos colegas y amigas, se sientan a orillas de una cocha a compartir sus logros y frustraciones en torno a su realidad como mujeres Indígenas.
Judith Nunta y Cecilia Brito
Awajún
Shampuyacu - San Martín
En la Comunidad Nativa Shampuyacu, un grupo de mujeres, preocupadas por el destino de su cultura, y la pérdida de sus tradiciones, decidió tomar la iniciativa y empezar a buscar maneras de adaptarse a los cambios y proteger el bosque.
“Las mujeres han pasado muchas dificultades en nuestra comunidad. Hemos luchado mucho. No fue fácil ganarnos el respeto de los varones y que inclusive vengan a trabajar con nosotras”.
El pueblo awajún ha vivido desde hace cientos de años en los bosques amazónicos que comparten Perú y Ecuador. Manteniendo sus costumbres, cultivando sus propios alimentos, cazando, moviéndose por el territorio libremente, sin pensar en fronteras o límites impuestos. Sin embargo, al igual que la gran parte de los pueblos amazónicos, se vieron forzados a cambiar el estilo de vida que mantenían desde siempre.
En esta parte del país, el punto de quiebre se dio a partir de los años cincuenta. El gobierno empezó a titular las tierras de comunidades nativas, que les limitaban su tradicional libertad, y a crear Áreas Naturales Protegidas donde se les impedía vivir como antes. A eso se le sumó la construcción de la carretera marginal de la selva norte. Esto último abrió la puerta a algo inimaginable.
Llegaron cientos de colonos en busca de tierras de cultivo de café o cacao, que les terminaron alquilando sus tierras para estos fines. Fueron abriendo más caminos en medio del bosque, también llegaron invasiones y más conflictos.
Los principales afectados fueron los awajún, que no estaban preparados para estos cambios que llegaron a sus bosques sin sus permisos ni consentimientos. Las costumbres se empezaron a perder por temor a ser discriminados, el dinero se convirtió en un factor clave, y el bosque cada vez lucía más débil.
Hasta que hace más de una década, en la Comunidad Nativa Shampuyacu, un grupo de mujeres, preocupadas por el destino de su cultura, y la pérdida de sus tradiciones, decidió tomar la iniciativa. Empezaron a buscar maneras para adaptarse a los cambios y proteger el bosque.
Shampuyacu tiene una extensión de 4,913.9 hectáreas. En estos bosques viven alrededor de mil habitantes, contando los anexos de Kunchum y Bajo Túmbaro. Y se asentaron aquí, en busca de tierras productivas, justo antes de que se iniciaran estos cambios en el lugar. Más de cincuenta años después, estos bosques sólo mantienen el 10% de la vegetación que alguna vez tuvo.
Esta extrema deforestación impactó en la vida de esta comunidad awajún. Sin bosque no hay alimentos, desaparecieron algunos frutos, así como animales dejaron de verse. Las tradiciones se empezaron a perder, y tuvieron que buscar otras formas de supervivencia. “Todo se volvió dinero”, dice brevemente Margarita Cumbia Sawao (65 años), una de las sabias de esta comunidad que empezó a alquilar sus tierras y a buscar diferentes vías para mejorar su economía, dejando atrás sus saberes y costumbres.
Movidas por estas preocupaciones, un grupo de mujeres lideradas por Margarita y otras awajún, crearon el Bosque de la Nuwas, un laboratorio natural donde la sabiduría no solo se conserva, sino se repotencia. Concentran sus esfuerzos en la protección, conservación y revaloración de sus saberes ancestrales.
Además de las más de 130 plantas medicinales que poseen y han inscrito en Registros Públicos, han rescatado 42 variedades de yuca, sembrado distintos tipos de jengibres, y creado una robusta lista de plantas medicinales, como el toé, azafrán, ayahuasca, sacha ajo, aguaymanto, y muchas más, detallando toda la información necesaria para sus usos y propiedades. Como si eso fuera poco, han desarrollado sus propias infusiones awajún y protegido muchas semillas que les sirven para la creación de sus artesanías que son reconocidas fuera de sus territorios.
“Nuestra alimentación ha mejorado”, recalca orgullosa Margarita, encargada de la enseñanza de los saberes ancestrales a su comunidad.
“Yo era pequeña, pero estaban las madres con sus niños colgados, cargando maderas, removiendo la tierra, mientras la lluvia caía fuerte. Se resbalaban, todo estaba feo y nosotras lo arreglamos con mucha entrega”, recuerda Ruth Tavita (22 años) esos días del 2015 cuando empezaban a construir el primer vivero de plantas tradicionales que serviría de punto de encuentro y desarrollo de este proyecto que les ayuda a reconectar con el bosque y a encontrar fuentes de ingresos acorde a sus tradiciones.
Este lugar se convertiría en un emblema de Shampuyacu. Aquí se organizarían los primeros talleres para el fortalecimiento de capacidades sobre la protección de los bosques, recuperación de plantas medicinales, y la conservación de tradiciones como la toma de ayahuasca.
“Teníamos muchas ganas de proteger nuestro bosque y a nuestras familias. Nos dimos cuenta que habían especies que ya no veíamos. Nuestros antepasados vivían más de 100 años, comían todo sano, y eso queremos para nosotros”, cuenta Margarita Cumbia, una de las 8 mujeres que pidieron en 2014 a la asamblea un espacio dentro del Bosque de Reserva Comunal de casi 532 hectáreas para crear este laboratorio al aire libre.
Es así que la comunidad le cedió a este grupo de mujeres casi 9 hectáreas de bosque. Se organizaron en grupos para hacer el vivero, recolectar madera, limpiar los senderos y también los lotes. Ahora, luego de casi 10 años exitosos de trabajo, la comunidad le ha otorgado a las nuwas, la responsabilidad de cuidar la totalidad de su bosque de reserva.
“Antes tenía vergüenza de decir que era awajún. Pero ahora siento un orgullo tremendo, cuando les cuento a mis amigos mestizos nuestras historias, me escuchan y respetan”, nos dice Ruth Cumbia, una joven (26 años) de la comunidad que entiende el futuro con optimismo.
El mismo cambio de actitud tuvo Ruth Tavita. “De chica ni quería comer nuestra propia comida. Me avergonzaba. Ahora ando a todos lados con mi traje tradicional, quiero que todos sepan sobre mi comunidad y sobre las mujeres awajún”, comenta esta joven que con los ingresos que ha tenido ha construido su casa y se independizó de su familia.
“Las mujeres han pasado muchas dificultades en nuestra comunidad. Hemos luchado mucho. No fue fácil ganarnos el respeto de los varones y que inclusive vengan a trabajar con nosotras”, dice con alegría Tavita.
En la actualidad, las Nuwas entienden que necesitan seguir adaptándose a estos tiempos para lograr el impacto que buscan. Por ese motivo, quince de ellas se están capacitando en producción y edición de videos, que las ayuden a contar sus historias y tradiciones.
Del mismo modo, están aprendiendo del manejo de redes sociales y marketing digital. “Queremos contagiar al resto de forma positiva”, dice firme Ruth Cumbia, que espera que otras comunidades sigan este ejemplo y todas puedan crecer a nivel de organización, revalorando su cultura y demostrando que las mujeres Indígenas pueden ser líderes en cualquier espacio.
La comunidad nativa Shampuyacu se encuentra en el corazón del valle del Alto Mayo, en el departamento de San Martín. Ahí viven unas 300 familias, que cuentan con 4926 hectáreas de territorio. Está ubicada cerca al Bosque de Protección Alto Mayo, el área protegida más poblada del país, reconocida internacionalmente por su alta biodiversidad y responsable del abastecimiento de agua a las ciudades de Rioja y Moyobamba.
Mientras trabajan, cantan y bailan en el bosque, las Nuwas recuerdan cómo era ese espacio en sus inicios y cómo al cuidarlo están recuperando su cultura y el orgullo de ser awajún.
Margarita Cumbia, Alicia Sejekam, Ruth Tavita Sabio y Ruth Cumbia